El tono aséptico de la lectura del veredicto en el juicio por el crimen de Fernando Báez Sosa fue interrumpido por una situación de fuerte carga emocional. Máximo Thomsen –señalado durante todo el mes de enero como el líder del grupo que mató a golpes y patadas al joven en Gesell en enero de 2020– se descompensó y tuvieron que brindarle atención médica. “¡Machu!”, gritó con desesperación su madre cuando esto ocurrió, antes del desalojo de la sala y de una pausa en la lectura. Se retomó minutos más tarde ya sin Thomsen en el recinto. El, Luciano y Ciro Pertossi, Enzo Comelli y Matías Benicelli fueron condenados a prisión perpetua como coautores de homicidio doblemente agravado por alevosía y concurso premeditado de dos o más personas en concurso ideal de lesiones leves. Ayrton Viollaz, Blas Cinalli y Lucas Pertossi fueron sentenciados a 15 años de prisión como partícipes secundarios del mismo crimen.
Así, el Tribunal Oral en lo Criminal 1, integrado por María Claudia Castro, Emiliano Lázzari y Christian Rabaia, mantuvo la tipificación solicitada por la querella y la fiscalía, pero en lugar de condenar a los ocho jóvenes a perpetua como coautores dejó fuera de la pena máxima a tres de ellos. El tribunal solicitó que fueran alojados nuevamente en la Alcaidía 3 del penal bonaerense de Melchor Romero, en La Plata, donde cumplían prisión preventiva desde marzo de 2020 hasta el comienzo del proceso en la ciudad de Dolores. Hacia allí los trasladaron en la tarde del lunes. Los jueces ordenaron, por otra parte, que se investigue a Juan Pedro Guarino y a Tomás Colazo por presunto falso testimonio, tal como lo había solicitado la fiscalía.
“Estamos conformes pero queremos perpetua para todos”, dijo Silvino Báez cuando junto a Graciela Sosa se retiraban del edificio. Sus abogados y la fiscalía ya adelantaron que apelarán las tres sentencias que no fueron a prisión perpetua. “Vamos a Casación. No tengo nada para decir hoy”, anticipó, por su parte, Hugo Tomei.
La pequeña sala, en el primer piso, estaba más llena que en las audiencias anteriores y con una presencia policial fortalecida. Afuera, en un día soleado y muy caluroso, se había desplegado desde las 6 un operativo de seguridad con 150 efectivos y un vallado que abarcaba seis manzanas, prohibiendo el tránsito vehicular y restringiendo el peatonal. Vecinos de Dolores, organizaciones de familiares de víctimas de distintos crímenes y autoconvocados que llegaron de diversos puntos de la provincia para respaldar a Graciela y Silvino seguían la resolución de los jueces a través de sus celulares o las pantallas de los bares del centro.
En la confitería La Ley, en diagonal al Palacio de Tribunales, las condenas a perpetua fueron festejadas casi como un gol. La descompensación de Thomsen suscitó ironías y las condenas menores fueron rechazadas con insultos. “Asesinos” y “perpetua” eran los gritos que más resonaban en las calles de una ciudad con espíritu de pueblo –prolija ciudad de motos y perros, y de un carnaval que se celebró el domingo– totalmente alterada por este suceso hipermediatizado.
A la izquierda de la sala, rodeados como siempre de un anillo de 11 custodios, los ocho acusados escuchaban de pie la lectura del veredicto. Su abogado defensor, el impasible Tomei, le había pedido autorización para ello a la jueza Castro, en una señal de “consideración” de la defensa y de los –hasta ese momento– imputados para con el tribunal.
Federico Marasco, secretario del tribunal, ya había nombrado a cada uno de ellos y comunicado las penas; había cumplido con la formalidad de detallar, también, sus nombres y apellidos, documentos de identidad, apodos –si los tenían–, ocupaciones, de quiénes eran hijos, fechas de nacimiento, domicilios. Todo con una fugacidad que contrastaba con la imagen de lo que les espera, porque no habían pasado ni diez minutos desde el comienzo de la audiencia. Cuando ya estaba casi todo dicho –Marasco terminaba de puntualizar en los partícipes secundarios– Thomsen comenzó a balancearse lentamente, a entrecerrar los ojos, y terminó sentado.
Los oficiales de Infantería se miraban impávidos. Rosalía Zárate, mamá de Thomsen, pidió un médico “por favor”. La jueza solicitó atención para el joven de 23 años y pidió a la prensa el desalojo de la sala.
“¡Déjenme verlo!”, “¡déjenme estar con él!”, “esto es una mentira, saquen a todos los periodistas, la puta que los parió”, “tres años torturándolo, no me importa más nada”, gritaba Zárate. Ella ocupaba uno de los tres pupitres en los que se distribuían los padres de los condenados, también a la izquierda de la sala. En un principio la contenía, la abrazaba, su hijo mayor, Francisco. Después se levantó, como queriendo hacer físicamente todo lo posible para estar cerca de Máximo, quien no regresó al recinto cuando se retomó la lectura.
Estuvieron presentes, además, los padres de Comelli, Marcelo Comelli y María Alejandra Guillén; Marcos Pertossi, padre de Lucas; María Paula Cinalli, madre de Blas Cinalli; María Elena Cinalli y Mauro Pertossi, padres de Luciano y Ciro Pertossi; los padres de Benicelli, Mónica Ester Zárate y Héctor Benicelli; los padres de Viollaz, Sergio Viollaz y Erica Edith Pizzatti. Todos de una manera u otra reflejaban dolor: las parejas se acariciaban; algunos lloraban; sus cuerpos se deslizaban sobre los bancos con las manos en posición de ruego y la cabeza agachada. Marcos Pertossi se enojó dos veces: primero protestó porque la prensa había ocupado uno de los pupitres, según él, reservado para familiares. Luego porque una mujer intentó sacarles una foto a los acusados en su ingreso, algo que está prohibido, salvo en casos de medios autorizados.
Una hilera de uniformados se plantó en el medio del espacio. En total eran una veintena. El lado derecho estaba ocupado por abogados del equipo de Burlando y familiares y amigos de la familia Báez Sosa. En este sector estaban Tomás D’ Alessandro y Juan Manuel Pereyra Rozas, dos amigos de la víctima que declararon como testigos. Graciela y Silvino, por su parte, ocuparon el mismo lugar que en los alegatos, detrás de sus abogados.
Por las calles de Dolores –una ciudad que hizo propio su dolor, así como también el pedido de perpetua para todos los agresores– fueron aplaudidos al igual que Fernando Burlando. Desde temprano, integrantes de organizaciones de familiares de víctimas de distintos crímenes –como Matanza Duele y Familiares de Víctimas Activos en la Lucha– comenzaron a acercarse a la zona de Tribunales. Habían llegado en micros y vehículos particulares. También se juntaron autoconvocados de distintos puntos de la provincia, como un grupo que se había organizado por Facebook y llegó en una combi. Carteles, banderas y remeras con la cara de Fernando y otras víctimas se integraron al paisaje. A la consigna de “Si no es perpetua no es justicia” –visible en locales, árboles y postes– se sumó la de “Ni olvido ni perdón”. Se veían también banderas de Paraguay. Desde ese país habían llegado familiares de Fernando. Ramón Dupuy, el abuelo de Lucio, Juan Carlos Blumberg y Alejandra y Oscar Rossi –padres de Julieta Rossi, la novia de Fernando al momento del homicidio– también estaban en el lugar.
“¡Pena de muerte!”, pidió una mujer frente a la Plaza Castelli, la principal de Dolores, mientras los manifestantes saludaban, celebraban y filmaban a Burlando, rodeado de efectivos. “La gente esperaba perpetua para todos. Para los tres que recibieron menos condena espero que se apele en Casación. Son todos asesinos”, opinaba Laura Montes de Oca (57). “Se hizo justicia. Cada uno tiene que tener lo que merece”, matizaba Mónica, que había llegado desde Florencio Varela. Las últimas horas de la tarde del lunes mostraban a algunas de las vallas azules utilizadas en la jornada amontonadas en las esquinas. Pero las que rodeaban al Palacio de Tribunales permanecían firmes en su lugar, incluso con sus carteles y banderas, cumpliendo la función de una suerte de altar dedicado a Fernando.
Por María Daniela Yaccar